El régimen político que se estableció en nuestro país bajo los pilares del patrimonialismo, del corporativismo y el clientelismo, generó una forma de operar de la clase política que en la mayoría de los casos decantó en la corrupción y la impunidad, fenómenos que no eran ajenos a la sociedad, pero que en los últimos años se han entronizado. Esta forma de operar fue una de las reglas no escritas en la conducción de quienes gobernaron el país y que, en contraparte, al amparo del poder, aplicaron aquel postulado juarense de “A los amigos, justicia y gracia. A los enemigos, la ley a secas“. A la corrupción en su práctica más común se le ha identificado con una red para gobernar de forma paralela a las instituciones. Se la considera una manera “eficaz” para agilizar cualquier gestión administrativa ante los excesos de la “tramititis” y las trabas burocráticas existentes que se anteponen a las soluciones de cualquier gestión ciudadana. La corrupción en 2017 le costó a cada persona en México, en promedio, $2,273, según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2017, realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Ahí se señala a la corrupción como el segundo problema que más preocupa a la población, sólo detrás de la inseguridad y la delincuencia, pues el porcentaje de población preocupada por este fenómeno pasó de 50.9% en 2015 a 56.7% en 2017. Cabe destacar, además que, con datos más actualizados, la Asociación Mexicana de Profesionales de Ética y Cumplimiento (Ampec) advierte que la corrupción en México, desde la esfera pública a la privada, equivale al 18% del Producto Interno Bruto (PIB) del país. Este es un lastre también para el gobierno federal, pues, de acuerdo con datos del Presupuesto de Egresos de la Federación, el monto que se destina este año para combatir este mal ascendió a los $10’000,400 pesos, el más alto desde 2004, año en el que se empezó a llevar el registro. La corrupción se hizo “normal” en la sociedad y se extendió la forma sui géneris de ser una persona exitosa bajo el lema que un segmento de la población acuñó en el lema: “el que no transa no avanza”. En este contexto, tanto los funcionarios como la ciudadanía nos hemos convertido en cómplices de facto, mientras no se adopten las buenas prácticas que nos permitan demostrar lo contrario.
Además, otros efectos que ha provocado la corrupción en la población en general, es la cada vez más creciente desconfianza ciudadana hacia sus autoridades y, por otro lado, el interés público ha sido secuestrado por los intereses privados. Un ejemplo de ello es el dato que arroja la ENCIJ 2017 y que ubica a los gobiernos municipales con 33.3% de la confianza ciudadana; a los gobiernos estatales, con 29.3%; al gobierno federal, con 25.5%; a los legisladores (diputados y senadores), con 20.6%; y a los partidos políticos, con 17.8%. El problema de la corrupción es que se trata de un fenómeno que ha sido prohijado y promovido a placer por un régimen político de suyo perverso, en detrimento del bienestar de las mayorías, y que caracteriza por mucho la labor gubernamental de México. Ante los nuevos vientos que soplan en el país, resulta alentador que muy probablemente la corrupción no sólo se enfrentará con los buenos ejemplos o las buenas voluntades, sino que se requiere de instituciones y mecanismos legales para combatirla y extinguirla. Requerirá de parte de la próxima Administración federal la puesta en vigor de las buenas prácticas de gobierno, como la transparencia y la rendición de cuentas, pero principalmente no tolerar más ningún abuso que atente contra la sociedad. Es urgente extirpar este cáncer de nuestra sociedad. También, como ciudadanía debemos promover iniciativas innovadoras, emprender campañas cívicas desde las escuelas sobre la necesidad de fortalecer los principios de moralidad y honestidad, con la finalidad de crear una nueva cultura ajena a la corrupción. Es apremiante formar otro tipo de ciudadanía que cumpla con las reglas y rinda cuentas. Estas primicias serán exitosas y palpables cuando esté en vías de extinción la práctica extendida de dar mordidas y, en su lugar, se estimule, con base al mérito, a quienes ejerciendo la función pública cumplan sus responsabilidades con honestidad; en paralelo, tendrá que castigarse con todo el peso de ley a quien incurra en actos de corrupción, trátese de quien se trate. La sociedad mexicana en su conjunto forma parte de un país con valores admirables que hemos demostrado en diversos momentos frente a la tragedia que dejan atrás los desastres naturales, pero también con nuestros familiares en situaciones difíciles. Por eso merecemos un régimen político que promueva el cumplir con la ley con el mismo rasero y crear la cultura de entrega de cuentas. México no puede seguir siendo más el país donde “no pasa nada”. Aspiramos a construir un régimen donde sintamos orgullo de nuestras instituciones, donde seamos corresponsables de generar un ambiente de confianza. Tampoco podemos continuar siendo uno de los países reprobados por la corrupción existente. Urge sentar las bases para que seamos agentes con propuestas desde nuestras familias, escuelas, trabajo, en los medios de comunicación, a través de nuestras redes y el gobierno, a fin de generar nuevas prácticas de honestidad, de transparencia y de rendición de cuentas. Para aportar a este debate, nuestra revista Brújula Ciudadana recientemente publicó artículos escritos por especialistas que dan cuenta de todo el lastre generado por la corrupción en México en distintos ámbitos (la aplicación de la justicia, el sindicalismo, el sector energético, los programas sociales), pero la dimensión del problema es mucho mayor y así lo reflejan los textos que profundizan en el entramado institucional con sus lentos avances y mayúsculos desafíos. Por: Elio Villaseñor Gómez * Elio Villaseñor Gómez es director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción de la Cultura del Diálogo A. C. Revisa más sobre el texto en: https://www.animalpolitico.com/blog-invitado/fin-a-la-corrupcion-el-gran-desafio-de-mexico/
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